Cuando decidí que era el momento de sacarse el carnet de conducir Vigo, no imaginé que aquel trámite acabaría convirtiéndose en una aventura casi épica, repleta de acelerones nerviosos, frenos imprevistos y vueltas de corrección. Hasta entonces, ver un coche arrancar sin que yo estuviese al volante me producía una mezcla de envidia y curiosidad por descubrir esa sensación de libertad que tantos describen. Desde el instante en que me apunté a la autoescuela, entendí que esta meta va mucho más allá de memorizar señales de tráfico: es un proceso que exige compromiso, paciencia y la capacidad de reírse de uno mismo cuando, por ejemplo, confundes la marcha atrás con la primera y acabas en diagonal en el pasillo del examen práctico.
Las clases teóricas, lejos de ser una sesión tediosa bajo un proyector, se transformaron en un espectáculo de historias sobre maniobras imposibles y trucos de supervivencia urbana. Recuerdo con nitidez la anécdota de aquel profesor que entró por la puerta como un narrador de cine, describiendo con pasión cómo un tramo complicado en una rotonda repleta de camiones en el polígono de O Burgo podía convertirse en tu peor pesadilla si no dominas la coreografía correcta entre volante, embrague y espejo retrovisor. Entre risas y décimas de frenazo, aprendimos a interpretar cada señal con ojos de águila, pero también a apreciar la perspectiva humorística de los despistes más comunes: ¿quién no ha practicado un “toque” suave al arrancar en cuesta o se ha quedado inmóvil en la línea de stop mientras se le pasan seis ocasiones de adelantar sin contemplaciones?
La práctica convierte el susto inicial en confianza escalonada. Las primeras clases al lado de un instructor son aterrorizantes: notas cada temblor en la palanca, sientes la mirada milimétrica de tu profesor y te sorprende el eco de cada cambio de marcha. Aquel primer día, al arrancar en una calle secundaria cerca del puente de Rande, sentí que mis manos sudaban tanto que casi perdí el agarre. Sin embargo, con paciencia y repeticiones, cada maniobra se fue volviendo más natural. En vez de ver un volante como un enemigo redondo, empecé a percibirlo como la herramienta que me conecta con el asfalto, que me permite modulaciones suaves y cambios de trayectoria elegantes en función de la situación.
La cantidad de horas de práctica necesarias varía de persona en persona, pero aquí reside la clave de la autoformación: no se trata de alcanzar un número concreto, sino de interiorizar la reacción adecuada ante cada imprevisto. Cuando practico con mis alumnos, recalco que el verdadero aprendizaje sucede en los momentos de aparcamiento en batería en plazas estrechas, donde cada centímetro cuenta, o en las salidas de rotonda en hora punta, donde la anticipación y el tacto en el acelerador son tu mejor aliado. En esas circunstancias, aprendes que la calma bajo presión no surge de la nada; se forja con repeticiones de maniobras y con la confianza de saber que, si fallas, puedes volver a intentarlo sin que el examinador pegue un brinco.
Viene luego la parte del examen oficial, un ritual que combina ritual medieval y examen de oposición: revisas nerviosamente la documentación, buscas el coche de la Jefatura Provincial como si fuera un cofre del tesoro, y tratas de centrarte mientras escuchas el nombre de tu matrícula por la megafonía. Una vez al volante, las indicaciones del examinador parecen telepáticas: “Gire a la izquierda” mientras un ciclista aparece de improviso, o “Aparque en línea” justo antes de un tramo con pendiente. En esos instantes, alcanzar tu carnet implica alinear todo el conocimiento teórico con los reflejos adquiridos en el aula práctica, y el zumbido final al firmar el acta se siente como un aplauso interior que celebra tu paso de aprendiz a conductor.
Con el permiso de circulación en la mano, inauguras una etapa de exploración y de rutas por descubrir, en la que cada carretera secundaria y cada acceso a playa se convierten en excusas para seguir perfeccionando tus habilidades. Descubres atajos que antes desconocías, visitas pueblos vecinos y planeas escapadas de fin de semana con la certeza de que tu coche se ha transformado en la llave de tu independencia. Esa sensación de responsabilidad y de poder de decisión, de sentir cómo el asfalto vibra bajo tus ruedas, vale cada hora de estudio, cada frenazo forzado y cada maniobra a cámara lenta bajo la atenta mirada de tu instructor.